sábado, 30 de abril de 2011
El trabajo humano en perspectiva teológica - Alberto F. Roldán
La redención “es el corazón y el centro del trabajo de Dios y, por lo tanto, el verdadero y adecuado trabajo de Dios del cual Jesús habla de acuerdo a los dichos joaninos (Jn. 5.17): “Mi Padre hasta ahora trabaja y yo trabajo”, haciendo la voluntad de mi Padre” (Jn. 10.37). […] El trabajo divino en cuestión es la realización del pacto entre Dios y el ser humano, el logro de la reconciliación, anunciada en Israel y proclamada por la comunidad. Si hay buenas obras de parte del ser humano –y la Biblia dice que las hay– podemos establecer que ello es sólo en relación a la buena obra de Dios.”
Con estas palabras, el teólogo suizo Karl Barth relaciona al trabajo humano con el trabajo divino. La visión bíblica de Dios no es la de una especie de Motor inmóvil o una deidad que “duerme la siesta”. Es alguien que trabajó en la creación y sigue trabajando ya que, como bien señala Jürgen Moltmann, el trabajo divino en la creación no se agota en los “seis días” de Génesis 1, sino que hay creaciones que Dios sigue realizando en la historia. Desde la visión protestante, entendemos que sólo podemos interpretar adecuadamente el trabajo humano a partir del trabajo divino. En el núcleo de la antropología bíblica, la esencia humana está definida como “imagen de Dios”. En consecuencia, los seres humanos representamos a Dios en la tierra portando su imagen. Esa imagen, entre los muchos significados, implica que así como Dios es trabajador y Jesús fue carpintero en Nazaret, los seres humanos reflejamos esa imagen a través del trabajo.
El filósofo, historiador y teólogo mendocino Enrique D. Dussel, afirma que “Una Teología del trabajo es el punto de partida carnal o material de una ética comunitaria. Sin ella todo es abstracto e irreal. Por aquí debe comenzar toda reflexión concreta.”
Llama mucho la atención que en el inconsciente colectivo todavía subsista la idea de que el trabajo es castigo por el pecado. Ya lo decía Carlos Gardel en un famoso tango titulado “Haragán”: “Si encontrás al que inventó el laburo lo fajás”. Desde un ámbito mucho más ilustrado, el novelista y ensayista argentino Marcos Aguinis, también parece deslizar el mismo concepto cuando dice: “El Génesis, a mi juicio, es rotundo: señala el trabajo como castigo.” Hay aquí un error conceptual que no por generalizado deja de serlo. Es confundir o ignorar que antes que Génesis 3, obviamente, está Génesis 1 y 2. Si bien es cierto que en Génesis 3 se produce “la caída” lo cual va a producir fatiga e insatisfacción en el trabajo humano, Dios puso al ser humano en un huerto para que lo trabajara y lo embelleciera y no para “mirar las estrellas y pensar en Él.” En síntesis: por el trabajo humano ponemos de manifiesto en la historia que hemos sido creados a imagen de Dios, un Dios trabajador.
El 1 de mayo se celebra mundialmente el día del trabajo. La evocación surge de “los mártires de Chicago”. En 1886 un grupo de sindicalistas de vertiente anarquista fueron ejecutados en Chicago por reclamar la jornada laboral de 8 horas. Es a partir de ese hecho que en la gran mayoría de países del mundo se celebra el 1 de mayo como día internacional de los trabajadores. Llamativamente –o no– en los Estados Unidos de América, territorio donde se verificó el hecho, no se celebra el 1 de mayo como día de los trabajadores, sustituyéndolo por el Labor Day, que se celebra el primer lunes de setiembre.
Pero volviendo al tema del aporte protestante al trabajo, cabe recordar que en su famosa investigación –muchas veces mal leída– La ética protestante y el espíritu del capitalismo, Max Weber pone énfasis en los aportes de Lutero y Calvino al tema del trabajo humano. Para Lutero, toda profesión es cristianamente dignificada sin importar si ella es eclesial o “secular”. Dice Weber:
“Lutero acepta no la superación de la moralidad terrena por la mediación del ascetismo monacal, sino, ciertamente, la observación en el mundo de los deberes que a cada cual obliga la posición que tiene en la vida, y que por ende viene a convertirse para él en ‘profesión’.”
Por su parte Juan Calvino desarrolló una teología del trabajo en la que destaca la bendición que el mismo significa, el rechazo de la ociosidad y la crítica a quienes niegan el trabajo al obrero. Dice:
“La bendición del Señor está sobre las manos del que trabaja; es cierto que la pereza y la ociosidad son maldecidas por Dios.” Y “Aun cuando recibimos nuestro sustento de la mano de Dios, él ordenó que trabajásemos. Si el trabajo es negado al hombre, su misma vida está comprometida.”
Unas palabras de conclusión: Es casi imposible en este limitado espacio tratar todas las cuestiones atinentes al trabajo humano. Cada vez más las sociedades han cosificado al trabajador y la trabajadora de modo que se torna en una especie de máquina o de objeto a usar y a descartar. En nombre de la “flexibilización laboral” se han cometido los más grandes atropellos al ser humano, tornándolo en un ser indefenso y sin poder echar raíces profundas en su trabajo, sumado a lo cual, también, debe sufrir salarios de hambre mientras sus empleadores se enriquecen a costa del alquiler de “la fuerza de trabajo”, único bien del obrero y la obrera.
Más allá de que las iglesias cristianas hagan oír su voz en contra de todo tipo de abusos en el terreno laboral, le cabe a ellas la enorme responsabilidad de vivir una ética de dignificación de los trabajadores y trabajadoras en los ámbitos eclesiales, educativos y sociales en los que tienen injerencia directa o indirecta. De nada valen los slogans de que la sociedad debe salarios justos a los que trabajan, si en el mismo seno de las instituciones “cristianas” la política salarial sigue por los mismos carriles. Porque de eso se trata: dejar de lado las ilusiones de que “el cambio social se producirá en forma directamente proporcional a la cantidad de convertidos” ya que, como bien ha demostrado Reinhold Niebuhr, la distinción entre conducta individual y conducta de grupos sociales, nacionales, raciales y económicos, “justifica y hace necesarias normas políticas que una ética puramente individualista debe siempre encontrar embarazosas.”
Alberto F. Roldán es doctor en teología por el Instituto Universitario Isedet y master en ciencias sociales y humanidades (filosofía política) por la Universidad Nacional de Quilmes.
www.teologos.com.ar
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Ramos Mejía, 29 de abril de 2011
sábado, 23 de abril de 2011
La resurrección de Jesús es el triunfo de la justicia
En la película “El cuerpo” (The Body), protagonizada por Antonio Banderas, la arqueóloga Sharon Golban (Olivia Williams)
descubre en la ciudad de Jerusalén un antiguo esqueleto que podría pertenecer a Jesús de Nazaret. El Vaticano encarga al sacerdote Matt Gutiérrez (Antonio Banderas) para que investigue el caso. Todo el drama gira en torno a esta cuestión y a las investigaciones que se hacen para determinar, científicamente, si esos restos encontrados pertenecieron al maestro de Galilea. No voy a ceder a la tentación de decirles el fin de la película pero sí quiero, a partir de ella, enfatizar que el planteo es correcto en el sentido de que el argumento fáctico para negar la resurrección de Jesús era que sus enemigos hubieran mostrado su cuerpo. Con eso hubiera terminado esta “impostura” de los discípulos de Jesús. Como esa prueba nunca pudo darse, entonces se han elaborado las más extrañas hipótesis tendientes a negar el hecho. Entre otras: que Jesús no había muerto plenamente sino que estaba “dormido” en la tumba y que los testigos de su pretendida resurrección estaban presos de alucinaciones.
Por cierto, la resurrección de Jesús de Nazaret es un postulado de fe y no de ciencia. De todos modos, a lo largo de la historia humana, en algo más de veinte siglos se han elaborado las más extrañas hipótesis conducentes a negar ese hecho fundacional. Y decimos “fundacional” ya que es a partir de la fe en el Resucitado que el Evangelio se convierte en buena noticia de victoria frente a los innumerables rostros que adquirió la Muerte. La fe en Cristo resucitado es tan importante para el cristianismo que los apóstoles le otorgan un lugar central en su predicación y enseñanza. Por ejemplo, el apóstol Pedro, que días antes había negado a Jesús, predicando un poderoso mensaje en Pentecostés dice: “Dios lo resucitó (a Jesús), librándolo de las angustias de la muerte, porque era imposible que la muerte lo mantuviera bajo su dominio” y agrega: “A éste Jesús, Dios lo resucitó y de ello todos nosotros somos testigos” (Hechos 2.24 y 32). La intención del apóstol es clara. Cuando dice “a éste Jesús”, está indicando que se trata del mismo que había sido crucificado días antes. El Crucificado es el mismo Resucitado. Y no sólo eso, sino que hay testigos del hecho que estaban allí presentes. Por su parte San Pablo le otorga a la resurrección un lugar decisivo en sus reflexiones. Como réplica a la negación de la resurrección y su reemplazo por la idea de “inmortalidad del alma”, de clara raíz griega (véase Fedón o del alma) San Pablo dice: “Si no hay resurrección, entonces ni siquiera Cristo ha resucitado. Y si Cristo no ha resucitado, nuestra predicación no sirve de nada, como tampoco la fe de ustedes.” (1 Corintios 15.13, 14). Para el apóstol, la fe en Cristo resucitado es no negociable. Sin ella, el Evangelio deja de ser un poder operativo que transforma la vida humana y que otorga una esperanza firme para el futuro. Si nuestra fe se queda sólo en la muerte de Jesús y en su sepulcro, ya no hay esperanza de que la Vida triunfe sobre la Muerte. Como expresa San Pablo: “Si la esperanza que tenemos en Cristo fuera sólo esta vida, seríamos los más desdichados de todos los hombres.” (v. 19). ¡Cristo ha resucitado! Es una postura de fe pero aún así, tiene su propia lógica. La resurrección de Jesús de Nazaret muestra la victoria de la vida sobre la muerte, de la salvación sobre la perdición, del Reino de la luz sobre el reino de las tinieblas.
Pero es bueno tener en cuenta un costado de la resurrección de Jesús que no ha recibido una adecuada consideración. La resurrección de Jesús no es sólo la demostración de la omnipotencia de Dios sobre los poderes del mal. Es, sobre todo, el signo del triunfo de su justicia sobre las injusticias humanas y diabólicas. El propio Pablo vincula la resurrección con la justicia. Dice: “Dios tomará nuestra fe como justicia, pues creemos en aquel que levantó de los muertos a Jesús nuestro Señor. Él fue entregado a la muerte por nuestros pecados, y resucitó para nuestra justificación.” (Romanos 4.24, 25). La justicia de Dios aplicada a nosotros por la fe depende tanto de la muerte de Cristo como de su resurrección. Si Cristo no hubiera resucitado, la injusticia hubiera triunfado y el plan redentor de Dios hubiera fracasado. En tal caso, la injusticia hubiera tenido la última palabra. Es cierto que la resurrección es un hecho demostrativo del poder de Dios. Tanto es así, que San Pablo pareciera no encontrar un lenguaje acorde para describir el hecho cuando dice: “para que sepan… cuán incomparable es la grandeza de su poder a favor de los que creemos. Ese poder es la fuerza grandiosa y eficaz que Dios ejerció en Cristo cuando lo resucitó de entre los muertos y lo sentó a su derecha en las regiones celestiales” (Efesios 1.19, 20). Nótense los términos que, a modo de pleonasmos enfatizan el hecho: “poder”, “fuerza grandiosa y eficaz”. En otras palabras, la resurrección de Jesucristo fue un acto portentoso de Dios en el cual despliega todos los recursos inagotables de su poder victorioso. Pero ese acto no sólo es demostrativo del poder de Dios sino también de su justicia. Como lo explica magníficamente Jon Sobrino: “la resurrección de Jesús muestra en directo el triunfo de la justicia sobre la injusticia; no es simplemente el triunfo de la omnipotencia de Dios, sino de la justicia de Dios, aunque para mostrar esa justicia Dios ponga un acto de poder.” (Jesús en América Latina, Santander: Sal Terrae, 1982, p. 237). Desde esta nueva perspectiva, la resurrección de Jesús se yergue como anticipo del día en que Justicia triunfará sobre la injusticia y los crucificados de la historia surjan victoriosos sobre sus victimarios. Entonces se cumplirá lo que está escrito: “La muerte ha sido devorada por la victoria” (1 Corintios 15.54).
Alberto F. Roldán
Pascua de Resurrección
24 de abril de 2011
descubre en la ciudad de Jerusalén un antiguo esqueleto que podría pertenecer a Jesús de Nazaret. El Vaticano encarga al sacerdote Matt Gutiérrez (Antonio Banderas) para que investigue el caso. Todo el drama gira en torno a esta cuestión y a las investigaciones que se hacen para determinar, científicamente, si esos restos encontrados pertenecieron al maestro de Galilea. No voy a ceder a la tentación de decirles el fin de la película pero sí quiero, a partir de ella, enfatizar que el planteo es correcto en el sentido de que el argumento fáctico para negar la resurrección de Jesús era que sus enemigos hubieran mostrado su cuerpo. Con eso hubiera terminado esta “impostura” de los discípulos de Jesús. Como esa prueba nunca pudo darse, entonces se han elaborado las más extrañas hipótesis tendientes a negar el hecho. Entre otras: que Jesús no había muerto plenamente sino que estaba “dormido” en la tumba y que los testigos de su pretendida resurrección estaban presos de alucinaciones.
Por cierto, la resurrección de Jesús de Nazaret es un postulado de fe y no de ciencia. De todos modos, a lo largo de la historia humana, en algo más de veinte siglos se han elaborado las más extrañas hipótesis conducentes a negar ese hecho fundacional. Y decimos “fundacional” ya que es a partir de la fe en el Resucitado que el Evangelio se convierte en buena noticia de victoria frente a los innumerables rostros que adquirió la Muerte. La fe en Cristo resucitado es tan importante para el cristianismo que los apóstoles le otorgan un lugar central en su predicación y enseñanza. Por ejemplo, el apóstol Pedro, que días antes había negado a Jesús, predicando un poderoso mensaje en Pentecostés dice: “Dios lo resucitó (a Jesús), librándolo de las angustias de la muerte, porque era imposible que la muerte lo mantuviera bajo su dominio” y agrega: “A éste Jesús, Dios lo resucitó y de ello todos nosotros somos testigos” (Hechos 2.24 y 32). La intención del apóstol es clara. Cuando dice “a éste Jesús”, está indicando que se trata del mismo que había sido crucificado días antes. El Crucificado es el mismo Resucitado. Y no sólo eso, sino que hay testigos del hecho que estaban allí presentes. Por su parte San Pablo le otorga a la resurrección un lugar decisivo en sus reflexiones. Como réplica a la negación de la resurrección y su reemplazo por la idea de “inmortalidad del alma”, de clara raíz griega (véase Fedón o del alma) San Pablo dice: “Si no hay resurrección, entonces ni siquiera Cristo ha resucitado. Y si Cristo no ha resucitado, nuestra predicación no sirve de nada, como tampoco la fe de ustedes.” (1 Corintios 15.13, 14). Para el apóstol, la fe en Cristo resucitado es no negociable. Sin ella, el Evangelio deja de ser un poder operativo que transforma la vida humana y que otorga una esperanza firme para el futuro. Si nuestra fe se queda sólo en la muerte de Jesús y en su sepulcro, ya no hay esperanza de que la Vida triunfe sobre la Muerte. Como expresa San Pablo: “Si la esperanza que tenemos en Cristo fuera sólo esta vida, seríamos los más desdichados de todos los hombres.” (v. 19). ¡Cristo ha resucitado! Es una postura de fe pero aún así, tiene su propia lógica. La resurrección de Jesús de Nazaret muestra la victoria de la vida sobre la muerte, de la salvación sobre la perdición, del Reino de la luz sobre el reino de las tinieblas.
Pero es bueno tener en cuenta un costado de la resurrección de Jesús que no ha recibido una adecuada consideración. La resurrección de Jesús no es sólo la demostración de la omnipotencia de Dios sobre los poderes del mal. Es, sobre todo, el signo del triunfo de su justicia sobre las injusticias humanas y diabólicas. El propio Pablo vincula la resurrección con la justicia. Dice: “Dios tomará nuestra fe como justicia, pues creemos en aquel que levantó de los muertos a Jesús nuestro Señor. Él fue entregado a la muerte por nuestros pecados, y resucitó para nuestra justificación.” (Romanos 4.24, 25). La justicia de Dios aplicada a nosotros por la fe depende tanto de la muerte de Cristo como de su resurrección. Si Cristo no hubiera resucitado, la injusticia hubiera triunfado y el plan redentor de Dios hubiera fracasado. En tal caso, la injusticia hubiera tenido la última palabra. Es cierto que la resurrección es un hecho demostrativo del poder de Dios. Tanto es así, que San Pablo pareciera no encontrar un lenguaje acorde para describir el hecho cuando dice: “para que sepan… cuán incomparable es la grandeza de su poder a favor de los que creemos. Ese poder es la fuerza grandiosa y eficaz que Dios ejerció en Cristo cuando lo resucitó de entre los muertos y lo sentó a su derecha en las regiones celestiales” (Efesios 1.19, 20). Nótense los términos que, a modo de pleonasmos enfatizan el hecho: “poder”, “fuerza grandiosa y eficaz”. En otras palabras, la resurrección de Jesucristo fue un acto portentoso de Dios en el cual despliega todos los recursos inagotables de su poder victorioso. Pero ese acto no sólo es demostrativo del poder de Dios sino también de su justicia. Como lo explica magníficamente Jon Sobrino: “la resurrección de Jesús muestra en directo el triunfo de la justicia sobre la injusticia; no es simplemente el triunfo de la omnipotencia de Dios, sino de la justicia de Dios, aunque para mostrar esa justicia Dios ponga un acto de poder.” (Jesús en América Latina, Santander: Sal Terrae, 1982, p. 237). Desde esta nueva perspectiva, la resurrección de Jesús se yergue como anticipo del día en que Justicia triunfará sobre la injusticia y los crucificados de la historia surjan victoriosos sobre sus victimarios. Entonces se cumplirá lo que está escrito: “La muerte ha sido devorada por la victoria” (1 Corintios 15.54).
Alberto F. Roldán
Pascua de Resurrección
24 de abril de 2011
viernes, 22 de abril de 2011
EL DIOS CRUCIFICADO Y LA ABOLICIÓN DEL SUFRIMIENTO HUMANO
Dios no se hizo hombre según la medida de nuestras ideas de la humanidad. Se hizo hombre como nosotros no queremos serlo, un rechazado, maldecido, crucificado.[1]
J. Moltmann, El Dios crucificado
Tiene sobre la cabeza, que resplandece con mil rayos, más que el sol y la luna juntos, un cartel escrito en romanas letras que lo proclaman Rey de los Judíos, y, ciñéndola, una dolorosa corona de espinas, como la llevan, y no lo saben, quizá porque no sangran fuera del cuerpo, aquellos hombres a quienes no se permite ser reyes de su propia persona.[2]
José Saramago, El Evangelio según Jesucristo
1. Jesús enfrenta la realidad política
En los dos capítulos que Jn dedica a la Pasión de Jesús (18-19), Jesús enfrenta la situación política en toda su crudeza y realismo. Más allá de cualquier forma de idealismo, literalmente se entrega y “acelera”, por decirlo de algún modo, los sucesos para llegar a los aspectos cruciales de su servicio al mundo. Antes de ser detenido, negocia la liberación de sus seguidores para que su palabra se cumpla (18.8-9) y, con ello, da una muestra de estrategia ante las fuerzas que se le oponen y tratarán de acabar con él. Ya delante de Anás, el sacerdote, fue interrogado acerca de las características doctrinales de su movimiento (18.19) y posteriormente llevado ante Pilato, quien en principio se negó a juzgarlo y dictaminó que se trataba de un asunto meramente religioso (18.31), con lo que este “cambio de jurisdicción” otorga a la historia un sesgo legalista (que sólo variaría la condena de un apedreamiento a la crucifixión), y ante la supuesta renuncia de los judíos a matarlo (18.31), aunque el representante de Roma estaba preocupado por los posibles énfasis nacionalistas del movimiento de Jesús y debido a ello le preguntó abiertamente si era el “rey de los judíos” (18.33). A ese interés materialista, Jesús responde con sus famosas palabras: “Mi reino no es de este mundo” (18.36a), con lo que el texto evangélico traslada la dimensión de los hechos al plano eminentemente teológico y soteriológico. Las respuestas de Jesús a Pilato, ciertamente ambiguas, pero firmes (“Tú dices que yo soy rey. Yo para esto he nacido, y para esto he venido al mundo, para dar testimonio a la verdad”, 18.37: “Aquí tenemos la definición que da el evangelista de la verdadera realeza: ésta es esencialmente la soberanía de la άλήθεία”.[3]), inquietan más a Pilato, el político y militar profesional, pragmático, y lo orillan a declararlo sin culpa (18.38), pues no toma en serio sus aspiraciones políticas al advertir su orientación meramente “religiosa”, y a proponer la tradicional amnistía para un preso del fuero común, en este caso Barrabás (18.39).
La lección del Cuarto Evangelio, confrontar los sucesos de la Pasión con la realidad política, nos haría ver hoy, como lo hizo, mediante una “lectura secular” de estos días, Adolfo Sánchez Rebolledo al referirse a los nuevos errores y abusos del régimen en cuestión religiosa, nos llevaría a contextualizar esta celebración con un tono distinto, ajeno a la sola repetición de lugares evangélicos comunes y a denunciar, por ejemplo, el uso mediático de las figuras religiosas y la violación flagrante de la laicidad del Estado, por parte del titular del Ejecutivo, para acudir a Roma en los próximos días y congraciarse con la entidad religiosa mayoritaria.[4] O el grito “¡No más viacrucis!”, de Gabriela Rodríguez, acerca de “la necesidad de exigir a los políticos que separen sus creencias religiosas de su función pública. Porque la mezcla de estas dos esferas es una amenaza para el ejercicio de las libertades de los ciudadanos, en especial de los derechos de las mujeres”.[5]
Ante la negativa de los líderes religiosos, quienes ya habían “levantado” a Jesús y se sentían dueños de su persona, ignorando sus más elementales derechos, para imponer la fuerza de los hechos a causa de su intuición sobre los riesgos políticos de que cobrara más impulso la obra de Jesús en medio del pueblo y esto acarreara una insurrección, reciben el cuerpo torturado del maestro galileo y proceden a asesinarlo con la complicidad romana. Pilato consuma la pantomima de juicio y lo presenta, paródicamente, ante el populacho, como el Hombre (18.5) en un grotesco acto de carnaval (19.5). Todavía entonces Pilato pretende detener el crimen y busca “convencer” a Jesús de algo indefinido, quizá una especie de retractación que, por supuesto, no sucede, y luego, ante la presión abiertamente política de los judíos (“Si lo sueltas, no eres amigo de César”, 18.12), lo vuelve a presentar, ahora como rey (18.14b), lo que desata la ira de los judíos, quienes ahora se confiesan descaradamente como súbditos del invasor (18.15b).
Estamos, pues, ante el desquiciamiento total del derecho, la política y el encadenamiento burdo de las fuerzas oscuras en juego para acabar con la vida de Jesús, pues finalmente es entregado a los judíos, en una nueva renuncia del derecho romano a hacer justicia.
2. La lectura teológica de la cruz de Jesús
Evidentemente, el relato juanino de los sucesos va siendo acompañado de una “lente teológica” que viene al menos desde 12.32-33 (“Y yo, si fuere levantado de la tierra…”), en donde el verbo ύψωθήναί (jupsothenai) significa “crucificar” y “exaltar”, al mismo tiempo. El relato de la crucifixión, en sí, destaca por su sobriedad y su realismo: el verbo levantar se cumple paradigmáticamente y, como advierte Dodd, “el punto más bajo del descenso es ‘exaltación’. […] Así, pues, paradójicamente en un sentido y, sin embargo, no ilógicamente, la muerte de Cristo es a la vez su descenso y su ascenso, su humillación y su exaltación, su vergüenza y su gloria; y esta verdad está simbolizada, para el evangelista, en la forma de su muerte: crucifixión, la muerte más vergonzosa, que es, no obstante, en figura (en cuanto ‘signo’), su elevación-exaltación de la tierra”.[6] Reiteradamente, el Cuarto Evangelio insiste en esto. El membrete de la cruz en los tres idiomas es una confesión de parte del imperio acerca de quién verdaderamente es rey y un reconocimiento tácito de la injusticia y el remedo de juicio de que Jesús fue objeto. El contubernio criminal entre Roma y la religión judía institucional se ha cumplido. De ahí la inconformidad de los judíos ante el letrero.
Escribe Javier Sicilia, quien ahora mismo está sintiendo lo mismo que el Padre: “Clavado en el madero, Cristo calla./ Su cruz es burda e idéntica a las otras/ donde cuelgan maltrechos dos ladrones./ La barba y el cabello por el polvo,/ la sangre y los sudores se le enredan/ sobre el pecho desnudo. Un estertor/ de muerte lo recorre, mientras busca/ con ansia entre la plebe la mirada/ de aquellos que lo amaron. No hay ninguno./ La mañana es atroz y él está solo/ con el hirviente hierro de los clavos/ (casi no logro distinguir su rostro/ ni sus ásperos rasgos de judío)./ Fatigado se hunde en el desorden/ de sus largos y múltiples recuerdos:/ piensa en el Reino que clamó y lo espera,/ en sus burdos y míseros discípulos/ y en su doctrina del perdón que salva./ El suplicio es atroz y él desespera;/ al dolor de los clavos y del tétanos/ se agrega la tortura del pecado:/ siente en su carne el peso de otra herida/ inmemorial y vasta como el hombre…”.[7]
Mientras Pilato seguía discutiendo políticamente con los religiosos judíos (19.21-22), al pie de la cruz, los aspectos realistas del relato no pueden pasar desapercibidos para el evangelista: los soldados, fieles a su vocación de rapiña, no dejan siquiera libres las ropas del condenado (19.23-24), pero al lado suyo están, como siempre, las cuatro mujeres (19.25; fielmente retratadas por Durero en su grabado). Es entonces cuando la madre de Jesús y el “discípulo amado” escuchan la palabra sobre ellos (19.26-27), en una especie de atención que legitimará el lugar y el legado del discípulo en cuestión, para, después, solicitar un poco de agua y cumplir la Escritura (Sal 69.21), aunque el vinagre vendría a reforzar la amargura del momento (19.28-29). Finalmente, la última exclamación de Jesús (19.30) refuerza lo dicho en 17.4 (“He acabado la obra que me diste que hiciese”) y declara que su muerte es la consumación del sacrificio, el inicio mismo de la vida eterna. Jesús “entregó su espíritu” (19.30c) y entró a participar del dominio de las tinieblas. Fácticamente, había caído en las garras de los poderes humanos que lo llevaron a la muerte, pero ahora ésta comenzaría a ser invadida por la fuerza de su amor y de su impacto vital.
Sigue Sicilia: “Sabe que su suplicio es casi eterno,/ que no hay consuelo alguno en ese instante./ Han dado ya las tres sobre la cima./ Su espíritu abatido busca al Padre/ que entre las sombras de su fe lo aguarda./ Nadie se ha dado cuenta que ya ha muerto,/ ni sabe de los vínculos secretos/ que en el cosmos su muerte habrá tejido./ El aire huele a sangre y a carroña./ ¿Qué puedo yo decir, que no soy nada,/ yo que gozo en mi vida sus dolores?/ Sólo Dios pudo amarme en esa forma”.[8]
Judíos y romanos siguen en contubernio, ahora para retirar el cuerpo de Jesús, por motivos disímiles: para los primeros, por motivos rituales, para los segundos, porque el espectáculo había terminado. Sangre y agua salen del cuerpo de Jesús (19.34), con lo que la referencia a 6.55 (beber su sangre) y 7.38 (“de su interior correrán ríos de agua viva”) es inevitable. Los vv. 35-38 introducen la necesaria verificación del testimonio del discípulo que escribe y relaciona, una vez más, su relato con las Escrituras antiguas, en este caso, el Pentateuco, los salmos y el profeta Zacarías, es decir, las tres partes de las mismas. Luego el cadáver es puesto, por sus amigos y seguidores de incógnito (José de Arimatea y Nicodemo), en un sepulcro nuevo (19.38-42). Allí se quedará hasta la resurrección. Pilato autorizó el traslado, pues Roma recuperó la posesión del cuerpo, como “autoridad civil” responsable.
Concluye Sicilia: “Soy del hombre que cuelga en esta tarde/ el clavo de su mano, la derecha;/ soy la lanza, la punta que lo acecha,/ en su carne el flagelo que más arde;/ soy el madero y soy de aquel judío,/ que muere con la tarde, su lamento,/ sus llagas soy, su sed, su amargo aliento,/ su purulenta sangre y su vacío;/ soy la plebe que yede y con su salva/ de befas lo contempla en esta hora/ que es la sexta, la hora más amarga,/ la terrible, la oscura, la que embarga./ Soy lo peor de su muerte ayer y ahora,/ soy su sangre vertida que me salva”.[9]
3. El Dios crucificado, fundamento radical de la abolición del sufrimiento humano
La verdad por la que mide la fe es la muerte de amor de Dios por el mundo, por la humanidad y por mí, en la noche de la cruz de Jesucristo. Todas las fuentes de la gracia brotan de esta noche: fe, esperanza y caridad. Todo lo que soy, en cuanto soy algo más que un ser caduco desesperanzado, cuyas ilusiones todas aniquila la muerte, lo soy gracias a esta muerte que me abre el acceso a la plenitud de Dios. Yo florezco sobre la tumba de Dios que murió por mí, yo hundo mis raíces en el suelo nutricio de su carne y sangre. El amor que por la fe saco de ahí, no puede consiguientemente ser de otra calidad que de sepultado. Se trata del acontecimiento olvidado del cual brotamos como nueva realidad, como nueva humanidad según la expresión del apóstol.[10]
Así se expresó el teólogo católico Hans Urs von Balthasar al referirse a la relación que tienen los creyentes con el Dios que asumió la muerte en la cruz de Jesús de Nazaret, pues en efecto, la forma en que Dios estuvo presente en la cruz de su Hijo es la razón de ser de la redención del sufrimiento humano y plantea, de manera efectiva, la posibilidad de su abolición, aun cuando siga presente en el mundo. “Dios elige para trono suyo la cruz de un malhechor, dice Barth”, nos recuerda Moltmann.[11] Los millones de crucificados por la injusticia y la maldad que han seguido a Jesús, testifican de la manera en que Dios debió afrontar la realidad histórica de la muerte en su existencia histórica encarnada. Porque solamente un Dios crucificado puede dar fe con su pasión en la persona de Jesucristo de semejante esfuerzo. La cruz de Jesús, en ese sentido, con toda su carnalidad y atrocidad, es una manifestación sumamente contradictoria, y simultánea, de la injusticia humana y de la disposición de Dios a superarla mediante el mayor de los signos que la historia ha acogido: más allá de cualquier mitología (o mitomanía), fruto de las explicaciones idealizadoras de la cultura, el origen supremo de la vida purga con su acceso a la oscuridad de la nada el sufrimiento humano.
Jürgen Moltmann ha señalado la manera en que la cruz de Jesús revela a un Dios que asume, desde la debilidad y el vacío total, la tarea redentora de la humanidad finita y condenada a la caducidad y el olvido:
La cruz ni se ama ni se puede amar. Y sin embargo, sólo el Crucificado es el que realiza aquella libertad que cambia al mundo, porque ya no teme la muerte. El Crucificado fue para su tiempo escándalo y necedad. También hoy resulta desfasado ponerlo en el centro de la fe cristiana y de la teología. Con todo, únicamente el recuerdo anticuado de él es el que libera a los hombres del poder de los hechos presentes y de las leyes y coacciones de la historia, abriéndolos para un futuro que no vuelve a oscurecerse. Hoy lo que interesa es que la iglesia y la teología vuelvan a concentrarse en el Cristo crucificado, para demostrar al mundo su libertad, si es que quieren ser lo que dicen de sí mismas, es decir, la iglesia de Cristo y teología cristiana.[12]
Un proyecto así, auto-crítico, profético y proclamador al mismo tiempo, se atreve a denunciar las tendencias que el propio cristianismo ha tenido siempre de mitigar, por decirlo así, el núcleo duro de su esencia básica, esto es, el abajamiento y la solidaridad radical del Dios bíblico, aquél que no dudó en transformarse en el momento más dramático de la cruz y encarnar en el sufrimiento de Jesús todo el sufrimiento humano de golpe. La intensidad de este sacudimiento intra-teológico partió en dos la historia humana para que este desgarramiento divino incida positivamente en la conciencia y la memoria humana a fin de desterrar, de una vez por todas, el sufrimiento como horizonte de vida. En la cruz nos encontramos con un Dios radicalmente distinto, aquel que no quisiéramos ver jamás: “Quien reconozca a Dios en la bajeza, debilidad y muerte de Cristo, no lo hace en la supremacía y divinidad soñada por el hombre que busca a Dios, sino en la humanidad que él mismo ha abandonado, rechazado y despreciado. Y esto destruye su soñada semejanza con Dios, que lo convirtió en un monstruo, y lo hace volver a su humanidad, que hizo suya el verdadero Dios”.[13]
Pero lamentablemente, la “domesticación” de que ha sido objeto la cruz es un fenómeno cultural que enajena a la humanidad de su vocación libre para superar la injusticia y la maldad. Porque, como agrega Moltmann, la propia teología tiene una gran responsabilidad:
Hacer hoy teología de la cruz implica sobrepasar la preocupación por la salvación personal, preguntando por la liberación del hombre y su nueva relación con la realidad de los inextricables círculos en su sociedad. ¿Quién es el verdadero hombre a la luz del hijo del hombre rechazado y resurgido para la libertad de Dios?
Realizar hoy teología de la cruz significa, por último, tomar en serio a la teología reformada en sus exigencias crítico-reformadoras, haciendo que sobrepasen la crítica a la iglesia para convertirse en crítica a la sociedad. ¿Qué significa el recuerdo del Dios crucificado en una sociedad oficialmente optimista que camina por encima de muchos cadáveres?[14]
Y decimos esto, ahora, desde un país que, como nunca antes, enfrenta el golpe brutal de una espiral de violencia que no parece someterse ante nada. Estamos, literalmente, sometidos al imperio de la violencia sin visos de encontrar respuesta y tenemos ante nosotros la “ruta espiritual de la cruz” como una de las pocas alternativas viables para superarla, pues como escribió Albert Camus:
Cristo vino para resolver dos problemas fundamentales: el mal y la muerte, y ambos son los problemas de la rebelión. Su solución consistió, en primer lugar, en cargar con ellos. El hombre-Dios sufre también, y lo hace pacientemente. El mal como la muerte no le pueden ser imputados totalmente, puesto que también él es destrozado y muere. La noche del Gólgota tiene para la historia de los hombres tanta importancia sólo porque la divinidad en su tiniebla experimenta la angustia de la muerte hasta sus últimas consecuencias, incluyendo toda desesperación, renunciando visiblemente a todos los privilegios tradicionales. Así se explica el Lama sabactani y la duda horripilante de Cristo en la agonía. Esta sería fácil, si fuera soportada por la esperanza eterna. Para que Dios sea un hombre, tiene que desesperar.[15]
[1] J. Moltmann, El Dios crucificado. La cruz de Cristo como base y crítica de toda teología cristiana. 2ª ed. Salamanca, Sígueme, 1977 (Verdad e imagen, 41), p. 284.
[2] J. Saramago, El evangelio según Jesucristo. Baracelona, Seix-Barral, 1991, p. 13.
[3] C.H. Dodd, Interpretación del Cuarto Evangelio. Madrid, Cristiandad, 1978, p. 435.
[4] A. Sánchez Rebolledo, “Semana Santa”, en La Jornada, 21 de abril de 2011, www.jornada.unam.mx/2011/04/22/index.php?section=opinion&article=016a1pol. “Ahora Felipe Calderón dice que va a la beatificación de Juan Pablo por no caer en la descortesía de rechazar la invitación, cuando es obvio que se trata de un acto religioso al que asistirá como jefe de Estado y no como el católico practicante cuyas creencias la Constitución protege. […] Pero ésa es la realidad de un Estado frágil, acorralado por los poderes fácticos, casado con sus fabulaciones y, en última instancia, comprometido con un sueño de poder que contradice la historia de los mexicanos por su libertad y emancipación”.
[5] G. Rodríguez, “¡No más viacrucis!”, en La Jornada, 22 de abril de 2011, www.jornada.unam.mx/2011/04/22/index.php?section=opinion&article=016a1pol.
[6] C.H. Dodd, op.cit., pp. 434-435.
[7] J. Sicilia, “Viernes Santo”, en La presencia desierta. Poesía 1982-2004. México, FCE, 2004, p. 86.
[8] Ibid., p. 87.
[9] Ibid., p. 88.
[10] H.U. von Balthasar, El momento del testimonio cristiano, cit. por Hesiquio Bencomo Tervizo, “La Pasión (II)”, en El Diario, Ciudad Juárez, 16 de abril de 2011, www.diario.com.mx/notas.php?f=2011/04/16&id=ce5c7a9692309a462c1fb4ee23c22f09.
[11] J. Moltmann, op. cit., p. 283, n. 16.
[12] Ibid., p. 9.
[13] Ibid., p. 296.
[14] Ibid., p. 13.
[15] Cit. por J. Moltmann, op. cit., p. 318.
Leopoldo Cervantes-Ortiz
22 de abril, 2011
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