lunes, 31 de octubre de 2011

Los valores de la Reforma Protestante y nuestro compromiso - Alberto F. Roldán

Martín Lutero Los valores de la Reforma Protestante y nuestro compromiso – Alberto F. Roldán No podemos dejar pasar esta fecha del 31 de octubre de 2011 sin reflexionar sobre la importancia que la Reforma Protestante tiene para las iglesias y para el mundo. Particularmente para las iglesias protestantes, fue una vuelta al Evangelio de la gracia de Dios y la fe en Jesucristo, como fuente y medio para la salvación, respectivamente. Pero fue, también, una proclama de la libertad cristiana frente a cualquier tipo de yugo que se quería imponer sobre los cristianos y cristianas de aquella época. Por algo Lutero en uno de sus libros más lúcidos, La libertad cristiana afirma, dialécticamente, que “El cristiano es libre señor de todas las cosas y no está sujeto a nadie. El cristiano es servidor de todas las cosas y está supeditado a todos.” Hoy asistimos a muchas expresiones que se precian de ser “protestantes” y “evangélicas” pero donde la libertad cristiana es suprimida o por lo menos, seriamente amenazada. La gracia de Dios, que redescubre Lutero en 1517 es suplantada por ciertas prácticas, ceremonias y ritos que relegan lo que es central en el Evangelio de Jesucristo: “Por gracia sois salvos”, dice San Pablo. Otro aspecto a resaltar es el que se relaciona con la piedad individual y colectiva. Al respecto, dice mi amigo Leopoldo Cervantes-Ortiz: “Una primera cosa que la Reforma Protestante transformó fue la necesidad de balancear adecuadamente la piedad individual y la colectiva, pues al estilo vertical y corporativo con que la desde la Edad Media se promovía la religiosidad, opuso lo que sería el germen de la democracia dentro y fuera de la Iglesia, es decir, la fuerza participativa de los laicos/as, tan menospreciados por la Iglesia antigua y que se ha resistido tanto, posteriormente, a establecerse como una acción normativa dentro de las comunidades católicas. Esta dialéctica entre individuo y comunidad abarcaba tanto lo religioso como lo político, por lo que inevitablemente terminaría por “exportarse” a la vida social, con todo y que las nuevas fuerzas trataron de manipular este impulso participativo, y en algunas ocasiones lo lograron. Además, los alcances de esta dinámica, al rebasar el ámbito meramente eclesiástico, comenzaron a fortalecer los fermentos de una religiosidad que podía experimentarse extra-muros, fuera de las limitaciones de las iglesias institucionales. En ello, el calvinismo tuvo mucho que ver, pues tomó la protesta religiosa y la proyectó hacia las colectividades en general con particular énfasis en la responsabilidad sobre su destino.” (“Una Reforma continua en la vida personal y social”. ALC, 31 de octubre de 2011). Una de las afirmaciones que surgen de la Reforma, dice que “La Iglesia Reformada está siempre reformándose”. Sin embargo, pese a adherir a ese postulado, en general observamos que muchas veces la tendencia en las iglesias protestantes y evangélicas es hacia el anquilosamiento de formas, rituales, discursos y prácticas que lejos están de ser fieles a ese legado de que la Iglesia debe reformarse permanentemente. Ello, porque la Iglesia es una realidad dinámica en la historia y debe adaptarse permanentemente a los cambios culturales y sociales, so pena de transformarse en museo. Este aniversario de la Reforma Protestante nos llega con una noticia sumamente alentadora: Mediante Decreto N°166/11, el Intendente de la localidad de General Ramírez, en la provincia de Entre Ríos, Daniel Krämer, promulgó el contenido de la Ordenanza sancionada por el Concejo Deliberante local, por la cual se establece que el 31 de octubre será feriado local como Conmemoración de la Reforma Protestante. La ordenanza fue tratada y aprobada atendiendo a una inquietud del pastor de la Iglesia Evangélica del Río de La Plata de esa localidad, Narciso Weiss, en representación de la Congregación Evangélica de General Ramírez. El Concejo hizo lugar a esa propuesta, "teniendo en consideración, que la misma consiste en el pedido formal de declarar feriado en el ámbito de la ciudad el día 31 de Octubre de cada año, tomando en cuenta que la Iglesia Evangélica del Río de la Plata tiene su origen histórico en la Reforma Protestante (comenzada por Martín Lutero), siendo la fecha señalada precedentemente, el día en que gran número de familias descendientes de alemanes y que habitan en esta ciudad, conmemoran tan trascendente suceso". La medida considera que oportunamente y de manera análoga, "se ha procedido (y cita casos) con la feligresía católica, considerando necesario proceder en consecuencia y dar una respuesta favorable a esa inquietud". (ALC noticias). Pero más allá de las celebraciones, este nuevo aniversario de la Reforma Protestante debe conducirnos a un compromiso más firme con los valores de ese gran movimiento histórico: el compromiso por proclamar Sola Gracia, Sola Fide, Sola Scriptura y Solo Cristo, como las banderas que seguimos enarbolando a tantos siglos de aquel evento. Y, sobre todo, vivir la libertad en Cristo y el Espíritu Santo, a la cual San Pablo exhortaba a que nos mantengamos firmes ya que “para la libertad hemos sido liberados.” Dr. Alberto F. Roldán Ramos Mejía, 31 de octubre de 2011

sábado, 20 de agosto de 2011

Karl Barth y la teología dialéctica - Jacob Taubes






Desde que la filosofía se emancipó de la tutela de la teología eclesiástica, ningún trabajo teológico ha despertado en nuestro siglo tanto interés fuera de los muros de la iglesia como la Dialektische Theologie [Teología dialéctica]. Parecería que el rechazo general por la teología que atraviesa toda la Edad Moderna se derrumbara ante Karl Barth. Su trabajo agrega un nuevo capítulo a la historia del método dialéctico. El método y el programa de la dialéctica de Barth son quizás el aporte más significativo a la conciencia general de nuestro tiempo; resulta necesario, por lo tanto, analizar su obra desde la filosofía.”

Jacob Taubes, Del culto a la cultura. Elementos para una crítica de la razón histórica, Buenos Aires: Katz editores, 2007, p. 223.
Filósofo judío. Influyó en Carl Schmitt, instándolo a leer la epístola a los Romanos. En castellano, se pueden leer las siguientes obras de Taubes:
La teología política de Pablo, (Madrid: Trotta, 2007), Del culto a la cultura, Buenos Aires: Katz editores, 2007 y Escatología occidental, Buenos Aires: Miño y Dávila, 2010. Esta última fue su tesis doctoral.

martes, 28 de junio de 2011

Los cristianos y la política según Karl Barth

Debemos analizar el texto de Karl Barth: Comunidad cristiana y comunidad civil publicado en 1946, es decir, después de la Segunda Guerra Mundial. Sin poder hacer un estudio profundo del mismo, es importante sintetizar algunos aspectos que consideramos los más relevantes:
1. Barth distingue claramente entre los dos órdenes al decir: “Entendemos por «comunidad cristiana» lo que se designa de otro modo como «Iglesia», y por «comunidad civil» lo que de otro modo se designa como «Estado».
2. Barth también distingue entre la Iglesia y el Reino cuando dice: “La Iglesia tiene que seguir siendo Iglesia. Tiene que conformarse con su existencia como círculo interior del reino de Cristo.”
3. Pero aunque la Iglesia debe seguir siendo Iglesia no hay que considerar a la comunidad cristiana como apolítica, sino política.
Con seguridad, una cosa queda excluida: la decisión a favor de la indiferencia, de un cristianismo apolítico. La Iglesia, en ningún caso puede tomar una actitud indiferente, neutral frente a la aparición de una disposición que está en una relación tan clara como su propia misión.

4. ¿Que la Iglesia no pueda ser una entidad apolítica implica entonces que debe elaborar una teoría política propia y aún crear un partido político? En este sentido, Barth es categórico en su rechazo a tal posibilidad. Dice:
La comunidad cristiana al hacerse juntamente responsable de la comunidad civil, no tiene que defender, frente a las diversas formas y realidades políticas, ninguna teoría necesariamente específica de ella. No está en condiciones de sentar una teoría cristiana del Estado justo.

5. Ni la Iglesia ni el Estado son el Reino de Dios. La Iglesia, dice Barth, es la que hace recordar al Reino de Dios pero esto no significa que exija al Estado que se convierta poco a poco en reino de Dios. “El reino de Dios es la soberanía universal de Jesucristo, salida de lo oculto, manifestada para honra de Dios Padre.” “La comunidad cristiana tampoco es el reino de Dios, pero lo conoce, espera en él, cree en él […]”
6. Finalmente, más allá de las mediaciones políticas, la Iglesia debe comprometerse en la lucha por la justicia social. Esta dimensión, que como hemos visto está casi ausente en su comentario a Romanos, adquiere en el texto que analizamos una notoria relevancia. Dice Barth:
La comunidad cristiana existe como tal en el terreno político y, por tanto, tiene necesariamente que aplicar y luchar por la justicia social. A la hora de elegir entre las diversas posibilidades sociales (¿liberalismo social? ¿asociacionismo? ¿sindicalismo? ¿economía del libre cambio? ¿moderacionismo? ¿marxismo radical?) se decidirá por la que en cada caso (después de apartar todos los otros puntos de vista) le ofrezca una medida máxima de justicia social.

Esto implica a lo menos tres cosas: en primer lugar, que las mediaciones sociopolíticas son indispensables, segundo, que ninguna de esas mediaciones es representativa del Reino de Dios y tercero, que la Iglesia debe discernir en cada caso cuál de esas mediaciones es la que garantiza la materialización de la justicia social.


Extracto del libro de Alberto F. Roldán, Reino, política y misión, Lima: Ediciones Puma, 2011, pp. 120-122

viernes, 24 de junio de 2011

Palabras de Hugo Mujica


ALBA

Quieto,
como no moviéndose
para que la sangre no rebase
la boca
Quieto,
como sintiendo un pájaro
herido
en la palma de la mano
sin cerrar la mano
sin abrir los ojos.
hay una fe que es absoluta:
una fe sin esperanza.
Hugo Mujica


"Las palabras hablan, hablan cuando dejamos que sean ellas mismas las que se digan, las que nos hablen. También ellas buscan ser escuchadas, quieren declarar algo a quien las dice."

Hugo Mujica

viernes, 6 de mayo de 2011

Barth visto a la luz de su tiempo. Por Guillermo W. Méndez

Creo que, a Karl Barth, muchos lo critican sin considerar fielmente su contexto. Y esto se reafirma al estudiar sus reacciones, sus opciones y los grupos a los cuales respondía. En algunos espacios ecuménicos Karl Barth representa un hueso duro de roer, por haber optado ubicarse muy próximo a la “teología reformada”. ¿Qué se le critica? Se censura, su lenguaje, sus concepciones “cerradas” y su “metodología” carente (al menos en apariencia) de colores, espacios, articulaciones y elementos más variados. Pero esta lectura es superficial, en tanto no ve todo lo que Barth representa. Además, se da en el marco de la crítica a otra cosa, a la tradición fundamentalista evangélica de finales de siglo XX. Barth no se ubica en esa corriente, cosa que queda clara al leer los escritos fundamentalistas en donde sus autores critican y ubican a Barth entre los “liberales” a los que él cuestiona.
Hay dos cosas a rescatar. En primer lugar, y este es el primer punto de encuentro con las Teologías de la Liberación, como resalta el mismo Gustavo Gutiérrez, Barth fue una persona coherente, en su compromiso social y político, con el contexto difícil por el que atravesaba su pais anfitrión, Alemania. Impulsó, junto a Bonhoeffer, la iglesia confesante como un espacio evangélico de resistencia al régimen nazi. Es interesante, en este sentido, la comparación que hace Gutiérrez entre Karl Barth y Rudolf Bultmann: de este último, se dice que desarrolló una teología más crítica y que tendía a una práctica cristiana “existencial y desmitologizada” (o sea, en apariencia más realista en cuanto al contexto histórico), pero no representa un ejemplo de resistencia y de actitud crítica ante los sistemas que dominaban su contexto (todo lo contrario ¡contemporizó con ellos!), a diferencia de las mas claras posturas de Karl Barth.
En segundo lugar, los textos de Barth muestran, en mi opinión, una lucha entre lo que él quiere dejar atrás y lo que realmente desea afirmar. ¿Qué quiero decir con esto? Karl Barth proviene de un trasfondo teológico liberal, en el cual algunos de sus maestros más influyentes son Ernst Troeltsch, Willhem Herrmann, Adolf von Harnack y Hernst Ritschl. Su decepción, y consiguiente separación de esta corriente teológica, comenzó a principios del siglo XX, tras la primera guerra mundial, donde varios de sus profesores concordaban con el régimen alemán en ideas “proto-nazis”, lo cual se consumaría algunas décadas más tarde.
Es a partir de aquí que hay que entender el vocabulario de Barth y su firme lucha por rescatar ciertos elementos, en aquel momento, críticos, “anti-liberales”, como la centralidad de la Biblia, la experiencia de la fe y la “cristo-centralidad” (en este último caso, en respuesta al fuerte ataque de parte de la crítica a las concepciones cristológicas tradicionales). Por tanto, creo que sería injusto o llanamente errado relacionar a Barth con alguna especie de proto-conservadurismo, es decir, como antecedente del neo-conservadurismo del siglo XX.
Lejos de esto, vemos en Karl Barth un personaje que intenta rescatar ciertos elementos de la tradición cristiana reformada pero, metodológicamente, sin dogmatizarlos y sin estancarlos en un discurso inflexible. Intenta re conceptualizarlos a la luz de nuevas experiencias históricas, situadas lejos de la experiencia de sus profesores, para producir un compromiso diferente ante los males de la sociedad de principios del siglo XX. No es cosa gratuita que Hans Küng diga que Barth y su dogmática constituyen, en el siglo XX, la obra del primer teólogo “postmoderno”. Por esta razón, no sería correcto situar a Barth como conservador, simplemente por el hecho de haber reaccionado contra la teología liberal. Su reacción no fue una especie de espanto sobre lo que decían sus profesores (como lo pintan algunos comentaristas) sino más bien contra la incoherencia de una teología que se levantaba como “renovadora” y más histórica pero que apoyaba explícitamente los mecanismos de opresión y muerte de la historia. Barth vio en la reconceptualización de algunos elementos tradicionales de la fe cristiana la manera de enfrentar el mal de la sociedad y de la iglesia del momento.
La vida de Karl Barth sostiene todo esto. Fue un fuerte propulsor de los movimientos sindicales entre las clases obreras al haber bebido del socialismo de su día. Promovió la confesión de fe de Barmen y la formación de la iglesia confesante, uno de los cursos de acción evangélicos alternativos en la lucha contra el régimen de Hitler. Esas ideas estaban claras desde el momento en que se dio el irrestricto apoyo de sus maestros a las políticas del Kaiser, sin afirmar a Jesucristo. Su teología, lejos de ser un impedimento para su compromiso social, y menos aún una contradicción en sí misma, se fue construyendo en respuesta a los males del momento en un intento de repensar la historia a la luz del Jesús de Nazaret. Por eso, su crítica a la ilustración y al racionalismo solo puede entenderse como un salto de fe hacia Jesucristo quien afirma la vida de Dios en medio de los desmanes y falsos “señores” del ser humano.


Guillermo Waldemar Méndez es guatemalteco. Posee maestrías en ciencias sociales, economía y teología. Es profesor de Sagrada Escritura y docente con una amplia experiencia. Enseña en la Universidad Francisco Marroquín, de la ciudad de Guatemala. Agradezco a mi gran amigo Guillermo por este importante aporte a nuestro blog barthiano.

sábado, 30 de abril de 2011

El trabajo humano en perspectiva teológica - Alberto F. Roldán




La redención “es el corazón y el centro del trabajo de Dios y, por lo tanto, el verdadero y adecuado trabajo de Dios del cual Jesús habla de acuerdo a los dichos joaninos (Jn. 5.17): “Mi Padre hasta ahora trabaja y yo trabajo”, haciendo la voluntad de mi Padre” (Jn. 10.37). […] El trabajo divino en cuestión es la realización del pacto entre Dios y el ser humano, el logro de la reconciliación, anunciada en Israel y proclamada por la comunidad. Si hay buenas obras de parte del ser humano –y la Biblia dice que las hay– podemos establecer que ello es sólo en relación a la buena obra de Dios.”
Con estas palabras, el teólogo suizo Karl Barth relaciona al trabajo humano con el trabajo divino. La visión bíblica de Dios no es la de una especie de Motor inmóvil o una deidad que “duerme la siesta”. Es alguien que trabajó en la creación y sigue trabajando ya que, como bien señala Jürgen Moltmann, el trabajo divino en la creación no se agota en los “seis días” de Génesis 1, sino que hay creaciones que Dios sigue realizando en la historia. Desde la visión protestante, entendemos que sólo podemos interpretar adecuadamente el trabajo humano a partir del trabajo divino. En el núcleo de la antropología bíblica, la esencia humana está definida como “imagen de Dios”. En consecuencia, los seres humanos representamos a Dios en la tierra portando su imagen. Esa imagen, entre los muchos significados, implica que así como Dios es trabajador y Jesús fue carpintero en Nazaret, los seres humanos reflejamos esa imagen a través del trabajo.
El filósofo, historiador y teólogo mendocino Enrique D. Dussel, afirma que “Una Teología del trabajo es el punto de partida carnal o material de una ética comunitaria. Sin ella todo es abstracto e irreal. Por aquí debe comenzar toda reflexión concreta.”
Llama mucho la atención que en el inconsciente colectivo todavía subsista la idea de que el trabajo es castigo por el pecado. Ya lo decía Carlos Gardel en un famoso tango titulado “Haragán”: “Si encontrás al que inventó el laburo lo fajás”. Desde un ámbito mucho más ilustrado, el novelista y ensayista argentino Marcos Aguinis, también parece deslizar el mismo concepto cuando dice: “El Génesis, a mi juicio, es rotundo: señala el trabajo como castigo.” Hay aquí un error conceptual que no por generalizado deja de serlo. Es confundir o ignorar que antes que Génesis 3, obviamente, está Génesis 1 y 2. Si bien es cierto que en Génesis 3 se produce “la caída” lo cual va a producir fatiga e insatisfacción en el trabajo humano, Dios puso al ser humano en un huerto para que lo trabajara y lo embelleciera y no para “mirar las estrellas y pensar en Él.” En síntesis: por el trabajo humano ponemos de manifiesto en la historia que hemos sido creados a imagen de Dios, un Dios trabajador.
El 1 de mayo se celebra mundialmente el día del trabajo. La evocación surge de “los mártires de Chicago”. En 1886 un grupo de sindicalistas de vertiente anarquista fueron ejecutados en Chicago por reclamar la jornada laboral de 8 horas. Es a partir de ese hecho que en la gran mayoría de países del mundo se celebra el 1 de mayo como día internacional de los trabajadores. Llamativamente –o no– en los Estados Unidos de América, territorio donde se verificó el hecho, no se celebra el 1 de mayo como día de los trabajadores, sustituyéndolo por el Labor Day, que se celebra el primer lunes de setiembre.
Pero volviendo al tema del aporte protestante al trabajo, cabe recordar que en su famosa investigación –muchas veces mal leída– La ética protestante y el espíritu del capitalismo, Max Weber pone énfasis en los aportes de Lutero y Calvino al tema del trabajo humano. Para Lutero, toda profesión es cristianamente dignificada sin importar si ella es eclesial o “secular”. Dice Weber:
“Lutero acepta no la superación de la moralidad terrena por la mediación del ascetismo monacal, sino, ciertamente, la observación en el mundo de los deberes que a cada cual obliga la posición que tiene en la vida, y que por ende viene a convertirse para él en ‘profesión’.”
Por su parte Juan Calvino desarrolló una teología del trabajo en la que destaca la bendición que el mismo significa, el rechazo de la ociosidad y la crítica a quienes niegan el trabajo al obrero. Dice:
“La bendición del Señor está sobre las manos del que trabaja; es cierto que la pereza y la ociosidad son maldecidas por Dios.” Y “Aun cuando recibimos nuestro sustento de la mano de Dios, él ordenó que trabajásemos. Si el trabajo es negado al hombre, su misma vida está comprometida.”
Unas palabras de conclusión: Es casi imposible en este limitado espacio tratar todas las cuestiones atinentes al trabajo humano. Cada vez más las sociedades han cosificado al trabajador y la trabajadora de modo que se torna en una especie de máquina o de objeto a usar y a descartar. En nombre de la “flexibilización laboral” se han cometido los más grandes atropellos al ser humano, tornándolo en un ser indefenso y sin poder echar raíces profundas en su trabajo, sumado a lo cual, también, debe sufrir salarios de hambre mientras sus empleadores se enriquecen a costa del alquiler de “la fuerza de trabajo”, único bien del obrero y la obrera.
Más allá de que las iglesias cristianas hagan oír su voz en contra de todo tipo de abusos en el terreno laboral, le cabe a ellas la enorme responsabilidad de vivir una ética de dignificación de los trabajadores y trabajadoras en los ámbitos eclesiales, educativos y sociales en los que tienen injerencia directa o indirecta. De nada valen los slogans de que la sociedad debe salarios justos a los que trabajan, si en el mismo seno de las instituciones “cristianas” la política salarial sigue por los mismos carriles. Porque de eso se trata: dejar de lado las ilusiones de que “el cambio social se producirá en forma directamente proporcional a la cantidad de convertidos” ya que, como bien ha demostrado Reinhold Niebuhr, la distinción entre conducta individual y conducta de grupos sociales, nacionales, raciales y económicos, “justifica y hace necesarias normas políticas que una ética puramente individualista debe siempre encontrar embarazosas.”

Alberto F. Roldán es doctor en teología por el Instituto Universitario Isedet y master en ciencias sociales y humanidades (filosofía política) por la Universidad Nacional de Quilmes.
www.teologos.com.ar
http://teologiapoliticaysociedad.blogspot.com/
Ramos Mejía, 29 de abril de 2011

sábado, 23 de abril de 2011

La resurrección de Jesús es el triunfo de la justicia

En la película “El cuerpo” (The Body), protagonizada por Antonio Banderas, la arqueóloga Sharon Golban (Olivia Williams)

descubre en la ciudad de Jerusalén un antiguo esqueleto que podría pertenecer a Jesús de Nazaret. El Vaticano encarga al sacerdote Matt Gutiérrez (Antonio Banderas) para que investigue el caso. Todo el drama gira en torno a esta cuestión y a las investigaciones que se hacen para determinar, científicamente, si esos restos encontrados pertenecieron al maestro de Galilea. No voy a ceder a la tentación de decirles el fin de la película pero sí quiero, a partir de ella, enfatizar que el planteo es correcto en el sentido de que el argumento fáctico para negar la resurrección de Jesús era que sus enemigos hubieran mostrado su cuerpo. Con eso hubiera terminado esta “impostura” de los discípulos de Jesús. Como esa prueba nunca pudo darse, entonces se han elaborado las más extrañas hipótesis tendientes a negar el hecho. Entre otras: que Jesús no había muerto plenamente sino que estaba “dormido” en la tumba y que los testigos de su pretendida resurrección estaban presos de alucinaciones.
Por cierto, la resurrección de Jesús de Nazaret es un postulado de fe y no de ciencia. De todos modos, a lo largo de la historia humana, en algo más de veinte siglos se han elaborado las más extrañas hipótesis conducentes a negar ese hecho fundacional. Y decimos “fundacional” ya que es a partir de la fe en el Resucitado que el Evangelio se convierte en buena noticia de victoria frente a los innumerables rostros que adquirió la Muerte. La fe en Cristo resucitado es tan importante para el cristianismo que los apóstoles le otorgan un lugar central en su predicación y enseñanza. Por ejemplo, el apóstol Pedro, que días antes había negado a Jesús, predicando un poderoso mensaje en Pentecostés dice: “Dios lo resucitó (a Jesús), librándolo de las angustias de la muerte, porque era imposible que la muerte lo mantuviera bajo su dominio” y agrega: “A éste Jesús, Dios lo resucitó y de ello todos nosotros somos testigos” (Hechos 2.24 y 32). La intención del apóstol es clara. Cuando dice “a éste Jesús”, está indicando que se trata del mismo que había sido crucificado días antes. El Crucificado es el mismo Resucitado. Y no sólo eso, sino que hay testigos del hecho que estaban allí presentes. Por su parte San Pablo le otorga a la resurrección un lugar decisivo en sus reflexiones. Como réplica a la negación de la resurrección y su reemplazo por la idea de “inmortalidad del alma”, de clara raíz griega (véase Fedón o del alma) San Pablo dice: “Si no hay resurrección, entonces ni siquiera Cristo ha resucitado. Y si Cristo no ha resucitado, nuestra predicación no sirve de nada, como tampoco la fe de ustedes.” (1 Corintios 15.13, 14). Para el apóstol, la fe en Cristo resucitado es no negociable. Sin ella, el Evangelio deja de ser un poder operativo que transforma la vida humana y que otorga una esperanza firme para el futuro. Si nuestra fe se queda sólo en la muerte de Jesús y en su sepulcro, ya no hay esperanza de que la Vida triunfe sobre la Muerte. Como expresa San Pablo: “Si la esperanza que tenemos en Cristo fuera sólo esta vida, seríamos los más desdichados de todos los hombres.” (v. 19). ¡Cristo ha resucitado! Es una postura de fe pero aún así, tiene su propia lógica. La resurrección de Jesús de Nazaret muestra la victoria de la vida sobre la muerte, de la salvación sobre la perdición, del Reino de la luz sobre el reino de las tinieblas.
Pero es bueno tener en cuenta un costado de la resurrección de Jesús que no ha recibido una adecuada consideración. La resurrección de Jesús no es sólo la demostración de la omnipotencia de Dios sobre los poderes del mal. Es, sobre todo, el signo del triunfo de su justicia sobre las injusticias humanas y diabólicas. El propio Pablo vincula la resurrección con la justicia. Dice: “Dios tomará nuestra fe como justicia, pues creemos en aquel que levantó de los muertos a Jesús nuestro Señor. Él fue entregado a la muerte por nuestros pecados, y resucitó para nuestra justificación.” (Romanos 4.24, 25). La justicia de Dios aplicada a nosotros por la fe depende tanto de la muerte de Cristo como de su resurrección. Si Cristo no hubiera resucitado, la injusticia hubiera triunfado y el plan redentor de Dios hubiera fracasado. En tal caso, la injusticia hubiera tenido la última palabra. Es cierto que la resurrección es un hecho demostrativo del poder de Dios. Tanto es así, que San Pablo pareciera no encontrar un lenguaje acorde para describir el hecho cuando dice: “para que sepan… cuán incomparable es la grandeza de su poder a favor de los que creemos. Ese poder es la fuerza grandiosa y eficaz que Dios ejerció en Cristo cuando lo resucitó de entre los muertos y lo sentó a su derecha en las regiones celestiales” (Efesios 1.19, 20). Nótense los términos que, a modo de pleonasmos enfatizan el hecho: “poder”, “fuerza grandiosa y eficaz”. En otras palabras, la resurrección de Jesucristo fue un acto portentoso de Dios en el cual despliega todos los recursos inagotables de su poder victorioso. Pero ese acto no sólo es demostrativo del poder de Dios sino también de su justicia. Como lo explica magníficamente Jon Sobrino: “la resurrección de Jesús muestra en directo el triunfo de la justicia sobre la injusticia; no es simplemente el triunfo de la omnipotencia de Dios, sino de la justicia de Dios, aunque para mostrar esa justicia Dios ponga un acto de poder.” (Jesús en América Latina, Santander: Sal Terrae, 1982, p. 237). Desde esta nueva perspectiva, la resurrección de Jesús se yergue como anticipo del día en que Justicia triunfará sobre la injusticia y los crucificados de la historia surjan victoriosos sobre sus victimarios. Entonces se cumplirá lo que está escrito: “La muerte ha sido devorada por la victoria” (1 Corintios 15.54).

Alberto F. Roldán
Pascua de Resurrección
24 de abril de 2011

viernes, 22 de abril de 2011

EL DIOS CRUCIFICADO Y LA ABOLICIÓN DEL SUFRIMIENTO HUMANO



Dios no se hizo hombre según la medida de nuestras ideas de la humanidad. Se hizo hombre como nosotros no queremos serlo, un rechazado, maldecido, crucificado.[1]
J. Moltmann, El Dios crucificado

Tiene sobre la cabeza, que resplandece con mil rayos, más que el sol y la luna juntos, un cartel escrito en romanas letras que lo proclaman Rey de los Judíos, y, ciñéndola, una dolorosa corona de espinas, como la llevan, y no lo saben, quizá porque no sangran fuera del cuerpo, aquellos hombres a quienes no se permite ser reyes de su propia persona.[2]
José Saramago, El Evangelio según Jesucristo

1. Jesús enfrenta la realidad política
En los dos capítulos que Jn dedica a la Pasión de Jesús (18-19), Jesús enfrenta la situación política en toda su crudeza y realismo. Más allá de cualquier forma de idealismo, literalmente se entrega y “acelera”, por decirlo de algún modo, los sucesos para llegar a los aspectos cruciales de su servicio al mundo. Antes de ser detenido, negocia la liberación de sus seguidores para que su palabra se cumpla (18.8-9) y, con ello, da una muestra de estrategia ante las fuerzas que se le oponen y tratarán de acabar con él. Ya delante de Anás, el sacerdote, fue interrogado acerca de las características doctrinales de su movimiento (18.19) y posteriormente llevado ante Pilato, quien en principio se negó a juzgarlo y dictaminó que se trataba de un asunto meramente religioso (18.31), con lo que este “cambio de jurisdicción” otorga a la historia un sesgo legalista (que sólo variaría la condena de un apedreamiento a la crucifixión), y ante la supuesta renuncia de los judíos a matarlo (18.31), aunque el representante de Roma estaba preocupado por los posibles énfasis nacionalistas del movimiento de Jesús y debido a ello le preguntó abiertamente si era el “rey de los judíos” (18.33). A ese interés materialista, Jesús responde con sus famosas palabras: “Mi reino no es de este mundo” (18.36a), con lo que el texto evangélico traslada la dimensión de los hechos al plano eminentemente teológico y soteriológico. Las respuestas de Jesús a Pilato, ciertamente ambiguas, pero firmes (“Tú dices que yo soy rey. Yo para esto he nacido, y para esto he venido al mundo, para dar testimonio a la verdad”, 18.37: “Aquí tenemos la definición que da el evangelista de la verdadera realeza: ésta es esencialmente la soberanía de la άλήθεία”.[3]), inquietan más a Pilato, el político y militar profesional, pragmático, y lo orillan a declararlo sin culpa (18.38), pues no toma en serio sus aspiraciones políticas al advertir su orientación meramente “religiosa”, y a proponer la tradicional amnistía para un preso del fuero común, en este caso Barrabás (18.39).
La lección del Cuarto Evangelio, confrontar los sucesos de la Pasión con la realidad política, nos haría ver hoy, como lo hizo, mediante una “lectura secular” de estos días, Adolfo Sánchez Rebolledo al referirse a los nuevos errores y abusos del régimen en cuestión religiosa, nos llevaría a contextualizar esta celebración con un tono distinto, ajeno a la sola repetición de lugares evangélicos comunes y a denunciar, por ejemplo, el uso mediático de las figuras religiosas y la violación flagrante de la laicidad del Estado, por parte del titular del Ejecutivo, para acudir a Roma en los próximos días y congraciarse con la entidad religiosa mayoritaria.[4] O el grito “¡No más viacrucis!”, de Gabriela Rodríguez, acerca de “la necesidad de exigir a los políticos que separen sus creencias religiosas de su función pública. Porque la mezcla de estas dos esferas es una amenaza para el ejercicio de las libertades de los ciudadanos, en especial de los derechos de las mujeres”.[5]
Ante la negativa de los líderes religiosos, quienes ya habían “levantado” a Jesús y se sentían dueños de su persona, ignorando sus más elementales derechos, para imponer la fuerza de los hechos a causa de su intuición sobre los riesgos políticos de que cobrara más impulso la obra de Jesús en medio del pueblo y esto acarreara una insurrección, reciben el cuerpo torturado del maestro galileo y proceden a asesinarlo con la complicidad romana. Pilato consuma la pantomima de juicio y lo presenta, paródicamente, ante el populacho, como el Hombre (18.5) en un grotesco acto de carnaval (19.5). Todavía entonces Pilato pretende detener el crimen y busca “convencer” a Jesús de algo indefinido, quizá una especie de retractación que, por supuesto, no sucede, y luego, ante la presión abiertamente política de los judíos (“Si lo sueltas, no eres amigo de César”, 18.12), lo vuelve a presentar, ahora como rey (18.14b), lo que desata la ira de los judíos, quienes ahora se confiesan descaradamente como súbditos del invasor (18.15b).
Estamos, pues, ante el desquiciamiento total del derecho, la política y el encadenamiento burdo de las fuerzas oscuras en juego para acabar con la vida de Jesús, pues finalmente es entregado a los judíos, en una nueva renuncia del derecho romano a hacer justicia.

2. La lectura teológica de la cruz de Jesús
Evidentemente, el relato juanino de los sucesos va siendo acompañado de una “lente teológica” que viene al menos desde 12.32-33 (“Y yo, si fuere levantado de la tierra…”), en donde el verbo ύψωθήναί (jupsothenai) significa “crucificar” y “exaltar”, al mismo tiempo. El relato de la crucifixión, en sí, destaca por su sobriedad y su realismo: el verbo levantar se cumple paradigmáticamente y, como advierte Dodd, “el punto más bajo del descenso es ‘exaltación’. […] Así, pues, paradójicamente en un sentido y, sin embargo, no ilógicamente, la muerte de Cristo es a la vez su descenso y su ascenso, su humillación y su exaltación, su vergüenza y su gloria; y esta verdad está simbolizada, para el evangelista, en la forma de su muerte: crucifixión, la muerte más vergonzosa, que es, no obstante, en figura (en cuanto ‘signo’), su elevación-exaltación de la tierra”.[6] Reiteradamente, el Cuarto Evangelio insiste en esto. El membrete de la cruz en los tres idiomas es una confesión de parte del imperio acerca de quién verdaderamente es rey y un reconocimiento tácito de la injusticia y el remedo de juicio de que Jesús fue objeto. El contubernio criminal entre Roma y la religión judía institucional se ha cumplido. De ahí la inconformidad de los judíos ante el letrero.
Escribe Javier Sicilia, quien ahora mismo está sintiendo lo mismo que el Padre: “Clavado en el madero, Cristo calla./ Su cruz es burda e idéntica a las otras/ donde cuelgan maltrechos dos ladrones./ La barba y el cabello por el polvo,/ la sangre y los sudores se le enredan/ sobre el pecho desnudo. Un estertor/ de muerte lo recorre, mientras busca/ con ansia entre la plebe la mirada/ de aquellos que lo amaron. No hay ninguno./ La mañana es atroz y él está solo/ con el hirviente hierro de los clavos/ (casi no logro distinguir su rostro/ ni sus ásperos rasgos de judío)./ Fatigado se hunde en el desorden/ de sus largos y múltiples recuerdos:/ piensa en el Reino que clamó y lo espera,/ en sus burdos y míseros discípulos/ y en su doctrina del perdón que salva./ El suplicio es atroz y él desespera;/ al dolor de los clavos y del tétanos/ se agrega la tortura del pecado:/ siente en su carne el peso de otra herida/ inmemorial y vasta como el hombre…”.[7]
Mientras Pilato seguía discutiendo políticamente con los religiosos judíos (19.21-22), al pie de la cruz, los aspectos realistas del relato no pueden pasar desapercibidos para el evangelista: los soldados, fieles a su vocación de rapiña, no dejan siquiera libres las ropas del condenado (19.23-24), pero al lado suyo están, como siempre, las cuatro mujeres (19.25; fielmente retratadas por Durero en su grabado). Es entonces cuando la madre de Jesús y el “discípulo amado” escuchan la palabra sobre ellos (19.26-27), en una especie de atención que legitimará el lugar y el legado del discípulo en cuestión, para, después, solicitar un poco de agua y cumplir la Escritura (Sal 69.21), aunque el vinagre vendría a reforzar la amargura del momento (19.28-29). Finalmente, la última exclamación de Jesús (19.30) refuerza lo dicho en 17.4 (“He acabado la obra que me diste que hiciese”) y declara que su muerte es la consumación del sacrificio, el inicio mismo de la vida eterna. Jesús “entregó su espíritu” (19.30c) y entró a participar del dominio de las tinieblas. Fácticamente, había caído en las garras de los poderes humanos que lo llevaron a la muerte, pero ahora ésta comenzaría a ser invadida por la fuerza de su amor y de su impacto vital.
Sigue Sicilia: “Sabe que su suplicio es casi eterno,/ que no hay consuelo alguno en ese instante./ Han dado ya las tres sobre la cima./ Su espíritu abatido busca al Padre/ que entre las sombras de su fe lo aguarda./ Nadie se ha dado cuenta que ya ha muerto,/ ni sabe de los vínculos secretos/ que en el cosmos su muerte habrá tejido./ El aire huele a sangre y a carroña./ ¿Qué puedo yo decir, que no soy nada,/ yo que gozo en mi vida sus dolores?/ Sólo Dios pudo amarme en esa forma”.[8]
Judíos y romanos siguen en contubernio, ahora para retirar el cuerpo de Jesús, por motivos disímiles: para los primeros, por motivos rituales, para los segundos, porque el espectáculo había terminado. Sangre y agua salen del cuerpo de Jesús (19.34), con lo que la referencia a 6.55 (beber su sangre) y 7.38 (“de su interior correrán ríos de agua viva”) es inevitable. Los vv. 35-38 introducen la necesaria verificación del testimonio del discípulo que escribe y relaciona, una vez más, su relato con las Escrituras antiguas, en este caso, el Pentateuco, los salmos y el profeta Zacarías, es decir, las tres partes de las mismas. Luego el cadáver es puesto, por sus amigos y seguidores de incógnito (José de Arimatea y Nicodemo), en un sepulcro nuevo (19.38-42). Allí se quedará hasta la resurrección. Pilato autorizó el traslado, pues Roma recuperó la posesión del cuerpo, como “autoridad civil” responsable.
Concluye Sicilia: “Soy del hombre que cuelga en esta tarde/ el clavo de su mano, la derecha;/ soy la lanza, la punta que lo acecha,/ en su carne el flagelo que más arde;/ soy el madero y soy de aquel judío,/ que muere con la tarde, su lamento,/ sus llagas soy, su sed, su amargo aliento,/ su purulenta sangre y su vacío;/ soy la plebe que yede y con su salva/ de befas lo contempla en esta hora/ que es la sexta, la hora más amarga,/ la terrible, la oscura, la que embarga./ Soy lo peor de su muerte ayer y ahora,/ soy su sangre vertida que me salva”.[9]

3. El Dios crucificado, fundamento radical de la abolición del sufrimiento humano

La verdad por la que mide la fe es la muerte de amor de Dios por el mundo, por la humanidad y por mí, en la noche de la cruz de Jesucristo. Todas las fuentes de la gracia brotan de esta noche: fe, esperanza y caridad. Todo lo que soy, en cuanto soy algo más que un ser caduco desesperanzado, cuyas ilusiones todas aniquila la muerte, lo soy gracias a esta muerte que me abre el acceso a la plenitud de Dios. Yo florezco sobre la tumba de Dios que murió por mí, yo hundo mis raíces en el suelo nutricio de su carne y sangre. El amor que por la fe saco de ahí, no puede consiguientemente ser de otra calidad que de sepultado. Se trata del acontecimiento olvidado del cual brotamos como nueva realidad, como nueva humanidad según la expresión del apóstol.[10]
Así se expresó el teólogo católico Hans Urs von Balthasar al referirse a la relación que tienen los creyentes con el Dios que asumió la muerte en la cruz de Jesús de Nazaret, pues en efecto, la forma en que Dios estuvo presente en la cruz de su Hijo es la razón de ser de la redención del sufrimiento humano y plantea, de manera efectiva, la posibilidad de su abolición, aun cuando siga presente en el mundo. “Dios elige para trono suyo la cruz de un malhechor, dice Barth”, nos recuerda Moltmann.[11] Los millones de crucificados por la injusticia y la maldad que han seguido a Jesús, testifican de la manera en que Dios debió afrontar la realidad histórica de la muerte en su existencia histórica encarnada. Porque solamente un Dios crucificado puede dar fe con su pasión en la persona de Jesucristo de semejante esfuerzo. La cruz de Jesús, en ese sentido, con toda su carnalidad y atrocidad, es una manifestación sumamente contradictoria, y simultánea, de la injusticia humana y de la disposición de Dios a superarla mediante el mayor de los signos que la historia ha acogido: más allá de cualquier mitología (o mitomanía), fruto de las explicaciones idealizadoras de la cultura, el origen supremo de la vida purga con su acceso a la oscuridad de la nada el sufrimiento humano.
Jürgen Moltmann ha señalado la manera en que la cruz de Jesús revela a un Dios que asume, desde la debilidad y el vacío total, la tarea redentora de la humanidad finita y condenada a la caducidad y el olvido:

La cruz ni se ama ni se puede amar. Y sin embargo, sólo el Crucificado es el que realiza aquella libertad que cambia al mundo, porque ya no teme la muerte. El Crucificado fue para su tiempo escándalo y necedad. También hoy resulta desfasado ponerlo en el centro de la fe cristiana y de la teología. Con todo, únicamente el recuerdo anticuado de él es el que libera a los hombres del poder de los hechos presentes y de las leyes y coacciones de la historia, abriéndolos para un futuro que no vuelve a oscurecerse. Hoy lo que interesa es que la iglesia y la teología vuelvan a concentrarse en el Cristo crucificado, para demostrar al mundo su libertad, si es que quieren ser lo que dicen de sí mismas, es decir, la iglesia de Cristo y teología cristiana.[12]

Un proyecto así, auto-crítico, profético y proclamador al mismo tiempo, se atreve a denunciar las tendencias que el propio cristianismo ha tenido siempre de mitigar, por decirlo así, el núcleo duro de su esencia básica, esto es, el abajamiento y la solidaridad radical del Dios bíblico, aquél que no dudó en transformarse en el momento más dramático de la cruz y encarnar en el sufrimiento de Jesús todo el sufrimiento humano de golpe. La intensidad de este sacudimiento intra-teológico partió en dos la historia humana para que este desgarramiento divino incida positivamente en la conciencia y la memoria humana a fin de desterrar, de una vez por todas, el sufrimiento como horizonte de vida. En la cruz nos encontramos con un Dios radicalmente distinto, aquel que no quisiéramos ver jamás: “Quien reconozca a Dios en la bajeza, debilidad y muerte de Cristo, no lo hace en la supremacía y divinidad soñada por el hombre que busca a Dios, sino en la humanidad que él mismo ha abandonado, rechazado y despreciado. Y esto destruye su soñada semejanza con Dios, que lo convirtió en un monstruo, y lo hace volver a su humanidad, que hizo suya el verdadero Dios”.[13]
Pero lamentablemente, la “domesticación” de que ha sido objeto la cruz es un fenómeno cultural que enajena a la humanidad de su vocación libre para superar la injusticia y la maldad. Porque, como agrega Moltmann, la propia teología tiene una gran responsabilidad:

Hacer hoy teología de la cruz implica sobrepasar la preocupación por la salvación personal, preguntando por la liberación del hombre y su nueva relación con la realidad de los inextricables círculos en su sociedad. ¿Quién es el verdadero hombre a la luz del hijo del hombre rechazado y resurgido para la libertad de Dios?
Realizar hoy teología de la cruz significa, por último, tomar en serio a la teología reformada en sus exigencias crítico-reformadoras, haciendo que sobrepasen la crítica a la iglesia para convertirse en crítica a la sociedad. ¿Qué significa el recuerdo del Dios crucificado en una sociedad oficialmente optimista que camina por encima de muchos cadáveres?[14]

Y decimos esto, ahora, desde un país que, como nunca antes, enfrenta el golpe brutal de una espiral de violencia que no parece someterse ante nada. Estamos, literalmente, sometidos al imperio de la violencia sin visos de encontrar respuesta y tenemos ante nosotros la “ruta espiritual de la cruz” como una de las pocas alternativas viables para superarla, pues como escribió Albert Camus:

Cristo vino para resolver dos problemas fundamentales: el mal y la muerte, y ambos son los problemas de la rebelión. Su solución consistió, en primer lugar, en cargar con ellos. El hombre-Dios sufre también, y lo hace pacientemente. El mal como la muerte no le pueden ser imputados totalmente, puesto que también él es destrozado y muere. La noche del Gólgota tiene para la historia de los hombres tanta importancia sólo porque la divinidad en su tiniebla experimenta la angustia de la muerte hasta sus últimas consecuencias, incluyendo toda desesperación, renunciando visiblemente a todos los privilegios tradicionales. Así se explica el Lama sabactani y la duda horripilante de Cristo en la agonía. Esta sería fácil, si fuera soportada por la esperanza eterna. Para que Dios sea un hombre, tiene que desesperar.[15]




[1] J. Moltmann, El Dios crucificado. La cruz de Cristo como base y crítica de toda teología cristiana. 2ª ed. Salamanca, Sígueme, 1977 (Verdad e imagen, 41), p. 284.
[2] J. Saramago, El evangelio según Jesucristo. Baracelona, Seix-Barral, 1991, p. 13.
[3] C.H. Dodd, Interpretación del Cuarto Evangelio. Madrid, Cristiandad, 1978, p. 435.
[4] A. Sánchez Rebolledo, “Semana Santa”, en La Jornada, 21 de abril de 2011, www.jornada.unam.mx/2011/04/22/index.php?section=opinion&article=016a1pol. “Ahora Felipe Calderón dice que va a la beatificación de Juan Pablo por no caer en la descortesía de rechazar la invitación, cuando es obvio que se trata de un acto religioso al que asistirá como jefe de Estado y no como el católico practicante cuyas creencias la Constitución protege. […] Pero ésa es la realidad de un Estado frágil, acorralado por los poderes fácticos, casado con sus fabulaciones y, en última instancia, comprometido con un sueño de poder que contradice la historia de los mexicanos por su libertad y emancipación”.
[5] G. Rodríguez, “¡No más viacrucis!”, en La Jornada, 22 de abril de 2011, www.jornada.unam.mx/2011/04/22/index.php?section=opinion&article=016a1pol.
[6] C.H. Dodd, op.cit., pp. 434-435.
[7] J. Sicilia, “Viernes Santo”, en La presencia desierta. Poesía 1982-2004. México, FCE, 2004, p. 86.
[8] Ibid., p. 87.
[9] Ibid., p. 88.
[10] H.U. von Balthasar, El momento del testimonio cristiano, cit. por Hesiquio Bencomo Tervizo, “La Pasión (II)”, en El Diario, Ciudad Juárez, 16 de abril de 2011, www.diario.com.mx/notas.php?f=2011/04/16&id=ce5c7a9692309a462c1fb4ee23c22f09.
[11] J. Moltmann, op. cit., p. 283, n. 16.
[12] Ibid., p. 9.
[13] Ibid., p. 296.
[14] Ibid., p. 13.
[15] Cit. por J. Moltmann, op. cit., p. 318.

Leopoldo Cervantes-Ortiz
22 de abril, 2011

viernes, 4 de marzo de 2011

UNA REIVINDICACIÓN DE LA TEOLOGIA - Leopoldo Cervantes-Ortiz





Nunca como ahora resulta tan necesaria una introducción a la teología como ¿Para qué sirve la teología?, de Alberto F. Roldán (Grand Rapids, Libros Desafío, 2011), porque en muchas iglesias latinoamericanas, desgraciadamente, sigue instalado el anti-intelectualismo que supone que estudiar seriamente la teología implica atribuir a la razón una superioridad innecesaria. Como si pensar la fe (o los contenidos de la misma) fuera una labor cuyos resultados atentan de antemano contra la espiritualidad o el crecimiento cristianos. Sorprendentemente, en un contexto europeo, adonde se supone habría menos rechazo a la teología, pensadores tan connotados como Karl Barth y Oscar Cullmann enfrentaron la misma oposición al “estudio creyente” de esta disciplina. De modo que la pertinencia del trabajo de Roldán resulta indiscutible en un ámbito eclesiástico tan precario en cuanto a textos de iniciación para estudiantes y cualquier persona preocupada por profundizar en los misterios de la fe cristiana. Las palabras del autor son elocuentes: “La perspectiva con que personalmente encaro la tarea de ‘teologizar’ implica, en su esencia, una actitud abierta a la reflexión, a la evaluación y a la revisión de los postulados. La teología, como pensamiento situado, significa una tarea siempre inacabada y abierta al futuro”. En la introducción, José Míguez Bonino destaca la creativa respuesta que Roldán ofrece a la pregunta del título de la obra y advierte sobre la necesidad de que las nuevas generaciones de estudiosos evangélicos tengan acceso a libros como éste.
Estamos, pues, ante un libro analítico, disfrutable y dialogante, que ofrece iluminadoras relaciones entre la teología y la misión-evangelización y otras áreas (pastoral, ética, apologética) y disciplinas, al mismo tiempo que traza puentes con la existencia real de la iglesia. Roldán practica el necesario e improrrogable diálogo con la preocupación evangelizadora. En ese contexto, una cita de Spurgeon es especialmente efectiva: “Sed bien instruidos en teología, y no hagáis caso del desprecio de los que se burlan de ella porque la ignoran. Muchos predicadores no son teólogos y de ello proceden los errores que cometen. En nada puede perjudicar al más dinámico evangelista el ser también un teólogo sano, y a menudo puede ser el medio que le salve de cometer enormes disparates”.
El autor sigue fielmente las lecciones de quienes no encuentran oposición entre teoría y práctica; su enfoque no olvida el diálogo cultural al ocuparse de la posmodernidad como problema-desafío inexcusable para el cristianismo contemporáneo. Continúa así, consecuentemente, la tradición protestante de atender apasionadamente los debates planteados a la teología por el pensamiento de todas las épocas.
El rigor metodológico no le resta intensidad a la discusión de los temas y se agradece muchísimo como cuando, en un par de capítulos, expone el desarrollo de la autoridad teológica y de la teología en América Latina. Partiendo de una comprensiva visión de la sequía de otras épocas en este campo, reconstruye (y reconoce) los pasos que se han dado para inculturar la reflexión en el ambiente eclesial latinoamericano, católico y protestante. No obstante, su equilibrado énfasis en el mundo evangélico será de especial utilidad para los lectores del continente pues sintetiza con precisión los avatares de la reflexión teológica en sus vertientes ligadas al movimiento Iglesia y Sociedad en América Latina (ISAL) y a la Fraternidad Teológica Latinoamericana.
Su tratamiento de la posmodernidad y de la teología de la prosperidad es un modelo de enjundia en cuanto a la valoración de la influencia ideológica (poco percibida) de aquélla en las iglesias neopentecostales. Aprovechando los análisis de estudiosos brasileños, Roldán se refiere a los aspectos en que estas iglesias han abandonado el legado bíblico y evangélico para despeñarse en la búsqueda del lucro. Estas tendencias las engloba en lo que denomina “mutaciones teológicas” dominadas por los paradigmas posmodernos de la prosperidad y el éxito, entendidos como las panaceas absolutas para el problema de la pobreza inveterada, esto es, como el cumplimiento del sueño ancestral por superarla. Su juicio es contundente: “La teología de la prosperidad no toma con suficiente realismo la existencia del mal y el sufrimiento en la experiencia humana”. Lleva a cabo algo similar con el modelo que llama “simplista”, casi omnipresente en muchas iglesias y denominaciones.
Un nuevo capítulo sobre los desafíos pluriculturales a la educación teológica, aludida continuamente en el resto de la obra, propone algunas pautas para desarrollar y profundizar la preparación de los nuevos pastores, donde las notas dominantes son el diálogo, la crítica y el respeto por la diferencia. Así concluye este volumen, de lectura obligatoria para cualquier persona preocupada por hacer presente el papel insustituible de la teología para la vida de las iglesias que deseen ser fieles al Evangelio de Jesucristo.

sábado, 5 de febrero de 2011

Karl Barth contra el nazismo




Como señala Daniel Cornu en su incisivo análisis Karl Barth et la politiqué , (traducido al portugués como Karl Barth, teólogo da Liberdade) el año 1933 marca el comienzo de lo que será la lucha de la Iglesia confesante frente a las tendencias hegemónicas del régimen nazi. La Alemania anterior a Hitler intentó durante catorce años ser una verdadera democracia pero la República de Weimar se extinguió en medio de un clima de intrigas y conspiraciones. El 30 de enero de 1933, el presidente Hindenburg le confió a Hitler la cancillería del Reich. De ese modo, los nacionalsocialistas subían al poder. El 28 de febrero, Hitler obtiene del presidente un decreto destinado “a proteger al pueblo y al Estado”. La importancia del decreto radica en que suspendía siete secciones de la Constitución de Weimar que aseguraba la libertad de opinión, de reunión y de empresa. Gradualmente, Hitler va sumando más poder con lo cual, los eventos eclesiásticos se precipitan. Describe Cornu: Describe Cornu:
Mientras los “cristianos alemanes” buscan crear una Iglesia del Reich que sea nacionalsocialista proclamando una “revolución” al interior de la Iglesia, el canciller nombra –el 25 de abril de 1933– al pastor Ludwig Müller, su amigo y capellán militar en Königsberg, para el cargo de consejero, dotado de plenos poderes para los asuntos relativos a la Iglesia Evangélica. Y, para evitar una “revolución” eclesiástica proyectada por los “cristianos alemanes” (que pueden provocar una reacción muy fuerte en el seno de la Iglesia), él la desaprobaba, adoptando, por su cuenta el principio de una Reichskirche [Iglesia del Reich].

La primera reacción de Barth a esta estrategia es expresada en su manifiesto La existencia teológica hoy, escrita en la madrugada de los días 24 y 25 de junio. Se expresa como teólogo “de cara a una cuestión eclesiástica e, indirectamente, de una cuestión política.”
El 4 de enero de 1934 la situación se agudiza, ya que Ludwig Müller promulga un decreto por el cual “toda participación de un pastor en la política de la Iglesia será considerada como una infracción a la disciplina eclesiástica y la falta implicará la suspensión inmediata en sus funciones.” Este es el contexto en que surge la Confesión de Barmen, donde la Iglesia confesante –opuesta al Führer– se va a pronunciar. El encuentro se produce el 31 de mayo de 1934 en la ciudad de Barmen que fue preparada por los teólogos Breit, Asmussen y el propio Barth siendo este último el responsable del texto final. En su parte esencial, esta confesión expresa:
Haciendo frente a los errores de los Cristianos alemanes y del gobierno de la Iglesia del Reich que causan estragos en la Iglesia y despedazan la unidad de la Iglesia evangélica alemana, confesamos las verdades evangélicas siguientes: 1. Yo soy el camino, la verdad y la vida y nadie viene al Padre sino por mí (Juan 14:16). De cierto de cierto os digo: el que no entra por la puerta en el redil de las ovejas, sino que sube por otra parte, ése es ladrón y salteador. Yo soy la puerta, el que por mí entrare, será salvo (Juan 10:1 y 9). Jesucristo, según el testimonio de la sagrada Escritura, es la única Palabra de Dios. Debemos de escucharla a ella sola, a ella sola debemos confianza y obediencia, en la vida y en la muerte.

El artículo 4 es digno de ser citado por la energía que representa: “El sacerdocio universal, igualdad fundamental de todos los cristianos delante de Dios, rechazando la aplicación a la Iglesia del Führerprinzip.” La declaración es un firme posicionamiento en contra del nazismo y de su Führer, ya que sus pretensiones hegemónicas son rechazadas enérgicamente ya que para la Iglesia confesante, hay un solo Señor y una sola palabra de Dios: Jesucristo.



Extracto de mi libro: Reino, política y misión, que será publicado por Ediciones Puma, de Lima, Perú, en mayo próximo.